Una noche de hace 60 años, el físico estadounidense Robert Oppenheimer subió al escenario de un cine en la ciudad secreta de Los Álamos, Nuevo México. Iba a dirigirse a los hombres y las mujeres que habían fabricado las primeras bombas atómicas bajo su dirección. Al estallar sobre Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945, esas bombas acababan de poner fin al conflicto más destructivo de la historia de la humanidad, y de cambiar para siempre el rostro de la guerra. El mundo averiguaría pronto, advirtió a su audiencia de científicos, lo que ellos ya sabían: que las armas nucleares son baratas y fáciles de hacer, cuando se sabe cómo hacerlas. Aseguró que pronto otros países también las fabricarían y que su capacidad de destrucción aumentaría. Pese a tan inquietantes predicciones, Oppenheimer veía beneficios en este adelanto, y dijo que las armas nucleares «no sólo [eran] un gran peligro, sino también una gran esperanza». ¿En qué pensaba el científico?